Uno de los dogmas inapelables de los tratados de libre comercio que se han firmado en la última década o que actualmente se negocian en gran parte del mundo es que no se puede controlar ni condicionar el flujo internacional de mercancías. Así, normalmente no llama la atención que los acuerdos firmados con Estados Unidos y la Unión Europea incluyan cláusulas como la siguiente:
"... ninguna Parte podrá adoptar o mantener ninguna prohibición ni restricción a la importación de cualquier mercancía de la otra Parte o a la exportación o venta para exportación de cualquier mercancía destinada al territorio de la otra Parte..." [1]
Los negociadores gubernamentales han sabido en todo momento que la regla anterior incluye los alimentos. Es decir, al firmar los tratados de libre comercio, los gobiernos saben que renuncian a su capacidad de controlar las exportaciones de alimentos. En el caso de los tratados con Estados Unidos, se mantiene una muy débil excepción incluída en el acuerdo de la OMC, aplicable sólo en caso de "escasez extrema", por un periodo limitado y sujeto a la aprobación de Estados Unidos, quien sigue presionando para que la excepción sea cada vez más restringida. La Unión Europea (UE) va incluso más allá. Aunque en los acuerdos firmados con Chile, Argelia y Egipto permite restringir las exportaciones en caso de escasez aguda de alimentos (sujeto a aprobación de la UE), en los acuerdos más recientes firmados con los países del Caribe y los paises del Pacífico la excepción ya no existe, como tampoco existe en las propuestas de acuerdo de la Unión Europea con Costa Rica o con los países de África Central.
Este tipo de medidas fue propuesto por primera vez por Estados Unidos al iniciarse las negociaciones que llevaron a la formación de la Organización Mundial del Comercio (OMC). La propuesta causó tal escándalo e indignación, que oficialmente Estados Unidos debió retirarla, pero no la olvidó. La propuesta fue reflotada con fuerza en las fracasadas negociaciones del ALCA y durante las negociaciones de tratados bilaterales en el mundo entero.
Los gobiernos latinoamericanos se han plegado servilmente a esta exigencia. Ninguno de los países firmantes con la Unión Europea o con Estados Unidos ha exigido una excepción clara de los alimentos. México, a través del Grupo de los 20, incluso ha presionado para que la débil y limitada excepción en el acuerdo de la OMC se haga más restringida aún.
La primera vez que Estados Unidos presentó este tipo de exigencias, sus representantes fueron brutalmente francos: el texto que querían negociar decía que no se podían restringir las importaciones y las exportaciones de alimentos ni siquiera en caso de guerra o hambruna. Cuando las movilizaciones sociales contra los TLC han insistido en que este tipo de cláusulas puede ser utilizado como arma de guerra y/o extorsión, los gobiernos han acusado a los movimientos sociales de paranoia.
La crisis alimentaria actual muestra que no ha sido paranoia sino capacidad para ver que la avidez de ganancia del capital no tiene límites. Por razones de justicia básica y de respeto a la dignidad humana, la alimentación debiera estar por sobre cualquier afán de ganancia; los organismos y gobiernos para los que tales razones no existen al menos debieran tomar conciencia que están creando condiciones de explosividad social que ponen en peligro el mismo sistema que defienden y protegen a todo costo. Sin embargo, la capacidad potencial de la crisis alimentaria para brindar mayores ganancias a las megaempresas dominantes en el mercado de alimentos es tan brutalmente grande (el año 2007 las tres mayores empresas comercializadoras de grano en el mundo duplicaron sus ganancias, que alcanzaron a más de 5200 millones de dólares) que no ha permitido que se escuchen razones éticas o de simple gobernabilidad. Lo concreto es que los gobiernos que restrinjan la exportación de alimentos para asegurar niveles mínimos a su población pueden ser llevados a litigio comercial si sus países han firmado acuerdos de libre comercio (como es el caso de Haití y Malasia) y es muy probable que seamos testigos del absurdo que un país que intente proteger el alimento de su población se vea sometido a sanciones comerciales u obligado a pagar multas multimillonarias.
Uno de los efectos más conocidos de los tratados de libre comercio es la ruina de los sistemas agrícolas y alimentarios locales, que no pueden competir con las importaciones de alimentos. La imposibilidad de controlar las exportaciones es sólo la otra cara de la moneda y su efecto es que a la ruina de la agricultura local se suma la imposibilidad de defenderse de sus efectos.
Salta a la vista, una vez más, que la crisis alimentaria no es un accidente en el camino del capitalismo globalizado, sino una situación construida por éste, y que los tratados de libre comercio son un instrumento fundamental para ello.
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[1] Este artículo está presente en todos los TLC con Estados Unidos. Corresponde a el Art. 309 del NAFTA, Art. 3.8. TLC Estados Unidos-América Central, Art. 2.8 TLC Estados Unidos-Perú, Art. 2.8 TLC Estados Unidos-Marruecos, Art. 2.7 TLC Estados Unidos-Singapur, Art. 3.11TLC Estados Unidos-Chile y otros
Extraido de:
Novedades de GRAIN Octubre de 2008
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